EL FUEGO CONVERTIDO EN CLARIDAD
En una mañana diáfana, mientras
las campanas de la magnificencia dejaban escuchar sus ecos en lo profundo de
mis visiones, divisé una antorcha gigante. Me acerqué a ella tratando de
observar lo que concebía en su vientre, pero fue imposible, porque mis ojos y
mi mente fueron obnubilados por aquel resplandor y calor inusitados. Entonces,
sin una sombra de duda, me alejé para contemplarla. De pronto, mi mente y mis ojos volvieron a su
estado prístino y pude observar todo lo que manaba del interior de aquella antorcha. Después, de
observarla unos segundos, pude percibir que unos objetos sin forma, sin color salían violentamente de la
antorcha con una velocidad indescriptible, como si no tuviesen un mundo. Empecé
a interpretar lo que pasaba y en un
cerrar de ojos tuve miedo, porque pensé que nada de aquella antorcha
subsistiría. Seguí pensando que aquella antorcha desaparecería, porque si los
accidentes se esfuman, la sustancia es como una ilusión, pero al menos, me
consolaba el hecho de haberla contemplado.
Mientras pensaba en aquello, mis manos se traspusieron a mi rostro ya
que unas lágrimas doradas rodaban por mis mejillas. Fue unos segundos, un
instante. Retiré mis manos de mi rostro, miré hacia la antorcha y ésta seguía
allí, limpié con la yema mis dedos las lágrimas de mis ojos y vi en el vientre
de la antorcha, llameando con sus efluvios la palabra: Psicología. En este
preciso momento nació un destino.
Me acerqué, cogí la antorcha. Mis
sentidos se encontraban pletóricos de algarabía, porque se veían inmersos dentro
de un templo iluminado. Mis manos febriles temblaban mientras mis pies hollaban
la oscuridad. Mi trayecto había empezado. Mientras caminaba, las llamas de la
antorcha iluminaban cada calle, cada espacio, incluso aquellos lugares
recónditos e ignotos.
La iluminación se expandía y
entonces, empecé a divisar humanos, unos sonreían, otros lloraban, algunos
bailaban, otros leían, otros trabajan, pero todos se encontraban en el mismo
espacio. Mientras sostenía la antorcha con gran satisfacción antes los ojos avizores
de estos hombres, un grupo considerable de personas se acercó para preguntarme: ¿qué haces amigo? Les
contesté con una voz calmada pero beligerante: estoy caminando y llevo en mis
manos una antorcha. Uno de ellos con una voz curiosa me dijo ¿una antorcha? Yo
veo fuego, no veo la antorcha, añadió. Otro irónicamente me dijo: yo no veo
nada, pero me gustaría ver lo que llevas. Otro, con un rostro pusilánime me
dijo: yo veo lo que lo tú no ves, o sea, oscuridad. Hasta este preciso momento
mi trayecto había discurrido y transcurrido con pilares absolutos e
inamovibles, pero estos hombres sembraron en mí la duda, entonces, empecé a
preguntarme por lo que yo veía y por lo que veían aquellos hombres. Después de
haber consultado a mi consciencia y a la
consciencia de los demás, percibí una locura sana: la subjetividad.
Continué mi trayecto. Mientras
más caminaba más humanos divisaba. Eran una multitud, una humanidad inmensa, incontable.
La antorcha que llevaba en mis manos paulatinamente se convertía en una estela
radiante que me permitía divisar horizontes diáfanos y longevos, envueltos con
la melifluidad de un destino destinado a dar a luz ideas, experiencias,
pensamientos, percepciones y aprendizajes que se imbrican como las palabras de
un verso para formar un poema, una totalidad armoniosa.
Mi trayecto era como un
peregrinaje en busca de la luz, sosteniendo en mis manos una antorcha. Pensé
haber caminado una distancia considerable, pero me di cuenta que mis pasos
acababan de dejar el origen, el punto de partida. Era un trayecto realmente
iluminado, pero me encontraba solo y justo cuando me había percatado de este
estado solipsista, escuché el sonido de unos pasos agigantados y los gritos de unas
voces firmes y convincentes. Entonces, me detuve y como un niño que es interrumpido
en su juego giré para observar lo que realmente pasaba. Era una multitud, miles
de hombres y mujeres corrían tras la antorcha como si la transformación de la
humanidad se encontrase en una palabra. Esta cantidad indescriptible de seres
humanos se unió, desde aquel momento, a
nuestro trayecto. Mientras caminábamos, la gente salía a sus balcones o
asomaban la cabeza por las ventanas de sus casas para observarnos, para divisar
un camino, un trayecto.
Seguimos caminando. Llegó la
noche, pero no parecía noche, porque la iluminación de la antorcha derribaba
cualquier muralla de oscuridad. Seguimos caminando, pero de pronto, decidimos
tomar consciencia de lo que nos rodeaba, entonces, empezamos a mirarnos unos a
otros con satisfacción. Después de unos minutos, dirigimos nuestra mirada a nuestro mundo circundante. Justo, cuando
nos encontrábamos perplejos y exhaustos con lo que habíamos observado, nos
percatamos que la antorcha se iba apagando y las letras iban cayendo. El fuego
de la antorcha se esfumó para convertirse en claridad. Dirigimos nuestras
miradas hacia abajo y divisamos que cada letra de la palabra Psicología tenía
su propio fuego y seguía alumbrando, por eso cada vez que la oscuridad se
envilece volteamos para contemplar aquella palabra
hecha fuego que nimbará nuestra frente
con orgullo. Así es como la palabra Psicología queda grabada con letras de fuego
en las páginas de la humanidad y en el crisol de los siglos. Esta palabra,
aquella palabra: PSICOLOGÍA.
Fénix!!!
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