MI PUEBLO
HOMBRES
TRANQUILOS EN ESTA VIDA
Volver a aquella
tierra que abrigó mis ilusiones por mucho tiempo es una experiencia
indescriptible aromatizada con el calor del fuego que aún sigue abrigando y
nimbando la frente de la armonía y de la concordia. Volver a pisar después de
un año el suelo sagrado de aquel terruño que siempre me engrió es una elevación
espiritual sublime e inefable, porque uno regresa a recordar aquellas palabras
pletóricas de buenos augurios, aquellas sonrisas cristalinas e inocentes,
aquellos saludos desinteresados y aquel lazo perenne que nos consolida como una
sola familia. Es una experiencia singular, porque todos, en este pedazo de
tierra, nos conocemos, todos nos saludamos, parece que todos venimos del mismo
vientre. Es extraño, porque todos son mis tíos, mis tías o mis primos, me
resulta casi imposible decirle a alguien buenos días señor o señora o tal vez
si lo hago sería un individuo extranjero, extraño y sin un grupo a donde
pertenecer. Es aquí donde mis orígenes paganos mueven mi alma sin piedad y me
elevan a la contemplación de este mundo tal vez bucólico. En este sentido, la
memoria y el recuerdo son dimensiones inherentes de mi identidad. Y sin una
sombra de duda digo que viviría condenado a ser un miserable si me olvido de
este pueblo que me vio nacer y que me cubrió con su manto con a un niño mimado
y querido de una manera casi irreal. Por eso, cada vez que piso esta tierra
nunca me siento huérfano de atención, siempre hay un par de brazos esperándome
para acogerme con una suavidad que incluso toca mis recónditos sentimientos.
Las experiencias
que vivo en este terruño, que a veces,
se yergue señorial, me hablan cada día, parecen ser insignificantes, pero
llevan detrás un mensaje que para decodificarlo se necesita una comunión con el
aire puro y gallardo que vibra al compás del destino inexorable. La lluvia cae como una melodía que nos
despierta de nuestros sueños profundos, mientras la tierra abre su vientre para
recibirla y nutrirse de ella. Después de haber contemplado por unos minutos
esta milagrosa fusión, la nube
fantasmagóricamente cubre la superficie del suelo como si este
necesitará ser protegido de los embates del la naturaleza. De pronto, la nube
se aleja como algunos sueños que se esfuman sin saber la razón, entonces, todo
se encuentra despejado y empiezo a ver gente caminando, subiendo por el camino,
con poncho y botas, silbando, mientras su sangre fluye por sus venas, porque
ella sabe que sin temor a nada las manos hambrientas de estos hombres harán que
las piedras se conviertan en un suelo fértil. Algunas mujeres acompañan a estos
hombres, llevan sombrero, un quipe, polleras y en su rostro se divisa aquellos
surcos de la chacra grandes y abiertos esperando a la semilla. Me encuentro en
una esquina de mi casa, mirando hacia el camino y recordando aquellas travesías
en las que el sudor de mi frente me decía que había caminado sobre espinas y
otras veces sobre pétalos de guirnaldas. Justo después de avanzar unos pasos
lejos de mi casa, diviso a una mujer que camina beligerantemente mirando dónde
dar los pasos, de pronto se detiene en medio del camino, levanta la cabeza y
con una voz aguda me dice: sobrinooooo ¿cómo estas hijito? Yo con el corazón en mi mano y con una voz
solloza le digo: hola tía, estoy muy bien tía, gracias. Ella con una voz tan
acogedora me dice: ¿cuándo has llegado hijo? yo le contesto: hace una semana
tía, ella me dice: que bueno hijo que hayas venido a visitar a la familia, yo
con mi mente obnubilada por tanta fruición le digo: si pues tía por unos días,
ella me dice: que bueno hijo ¿y cuándo te regresas pue hijito?, yo con lágrimas
en mis ojos le contesto: la semana que viene tía, ella benevolentemente me
dice: me visitaras por la casa hijo. Estas últimas palabras me transportaron a
una tierra de voces dulces. Le conteste: cualquier día le visito tía, ella con
una voz como si fuese una emanación de Dios me dijo: nos vemos hijo, que Diosito te
siga cuidando, yo como comiendo mis
lágrimas le dije: chau tía, muchas gracias.
Definitivamente,
estas experiencias y otras que vivo en este florífero pueblo, cuna de mi
identidad, me permiten volver a ser un
niño que juega mientras todos le miran. Este pedazo de tierra es el espacio no
solo geográfico sino también emocional de unas manos ásperas que acarician mi
rostro, pero que al hacerlo se convierten en dos alas suaves y elegantes que me
elevan a la contemplación del amor maternal. Esas manos son de mi madre, las
que cada mañana me esperan con caricias que limpian y nutren mi
rostro flébil, enjuto y pusilánime. Mi
madre sale a mi encuentro cada mañana con una sonrisa blanca no porque use
alguna pasta dental ni porque se haya sometido a algún tratamiento odontológico
sino porque en su sonrisa trae un acercamiento genuino, franco y alentador. Yo
me acerco a ella como un peregrino que busca una almohada suave donde recostar
su cabeza. Cuando mi madre se percata que incluso los dioses me están sonriendo
y acariciando mis sienes, ella se aleja y entonces yo empiezo a concebirla
desde las ventanas de mi mente de una manera mucho más clara. Justo cuando
intento de representar su imagen, aparece mi padre con su frente arrugada como líneas
de un libro donde se ha escrito no palabras sino el conocimiento de una vida a
la que la hemos dado poco, sin embargo, ella
nos ha dado mucho. Mi padre camina un poco inseguro, parece oscilar en la
incertidumbre, pero las huellas de sus pasos me permiten ver satisfacción y
paroxismo. A veces duda en abrazarme y cada vez que me doy cuenta de ello me
adelanto a recibir aquel abrazo que enciende en mí antorchas para seguir
iluminando mi camino. Aquellos brazos escuálidos y cansados de labrar la tierra
cada día, pero cuando me abrazan se convierten en anclas de mi trayecto. Mi
padre también sonríe pero lo hace frente al mundo con ironía y con orgullo de
haberme visto crecer orgulloso de mi simplicidad.
Un sinnúmero de
manantiales, de riachuelos frescos adornan mi historia. Cada vez que tengo sed
siempre hay alguien para satisfacer mi garganta sedienta. Por eso cada una de
las vivencias de las que me nutro cada día quedan impregnadas con letras de oro
los paisajes de mi corazón y en los oasis de mi mente. En mi terruño querido,
todo me habla, un grano de arena, el ápice de un apretón de manos, todo se
convierte en comunicación, todo me dice algo. La voz ondulada de mis hermanas invitándome
a tomar una taza de leche cada vez que ordeñan sus vacas trae a mi memoria
reminiscencias que ayer se fueron como náufragos, pero que hoy regresan como estelas luminosas en el gran océano de
nuestras vidas. Es casi un pecado mortal olvidar aquel atrevimiento frontal de
mis hermanas para decir lo que piensan o lo que sienten o aquella mirada
insegura de mi cuñado cada vez que dice algo. Todos estos retratos, son
probablemente el crepúsculo de todas mis reminiscencias que parecen fraguarse
en la eternidad. Por eso, me convertiría en una piedra si no recordara la
nobleza y la obediencia de mi cuñado cada que vez que emprende sus quehaceres.
Hemos hablado mucho acerca de lo que le preocupa y de lo que le hace feliz.
Esos momentos fueron y lo siguen siendo el aire que me transporta a compartir
sus sueños y su felicidad. Mi cuñado tiene un hijo engreído, felizmente
inquieto y alegre que por una cuestión de genealogía es mi sobrino. El lleva el nombre que yo estuviese llevado si mi nombre
actual no hubiese aparecido como un rayo del sol. Hoy mi sobrino es el centro
de las miradas y atenciones como algún día yo lo fui, dentro de mi familia.
Esto definitivamente, me llena de emoción porque un niño como mi sobrino
necesita cariño, atención y un espacio para seguir creciendo a través del
contacto tanto físico como emocional. Me emociona no solo por él, sino también
por mi madre, porque ella ahora tiene compañía y así mi ausencia se disipa como
el rocío en un día de verano. Digo esto, porque mi sobrino es el nuevo niño de
los ojos de mi madre y viceversa. Este abanico de sentimientos y emociones me
conduce a recordar y pensar en aquellos inefables momentos en los que mi
sobrino se acerca hacia mí de una manera agresiva y burlesca, manifestándome su
incomodidad con mi presencia, porque tal vez no quiere perder su lugar o porque
siente que invado su espacio. Lo entiendo perfectamente, él no es mi
representación absoluta, pero muchos de mis comportamientos pasados se encarnan
y se hacen evidentes en las conductas de mi sobrino.
Estas son las
experiencias fascinantes que vivo cada vez que visito mi pueblo, mi familia.
Estos momentos me hacen sentir vivo y colman mi alma de algarabía, porque gran
parte de mi proceso de diferenciación e identidad vienen de estos rincones
recónditos y sublimes. Pasar un par de semanas en mi pueblo, con mi gente y mi
familia es volver a beber el cáliz de la fraternidad y regocijarnos en medio de
la abundancia. Probablemente, desde un punto de vista psicológico, uno puede
decir que estas líneas se ocupan más de los demás que de mí mismo, no obstante, mi
imagen, mi conceptualización como Roli no pueden desprenderse de estos pilares
de fuego. Todas las experiencias que he descrito son sempiternas evidencias de
lo que se puede vivir aquí en la tierra. Cada vez que visito mi pueblo me
encuentro con el cielo, entonces, nuestras visiones ya se han convertido en
eternas y es precisamente por eso que somos los hombres tranquilos en esta vida
y ni siquiera las grandes trompetas del sin sentido pueden vilipendiar nuestra
convivencia. Probablemente, el Roli que fui ayer ya se fue, pero es un
andamiaje más para mi autoestima volver a ser un niño.
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