LAS IRONÍAS DE LA VIDA
TODO ES
UN INSTANTE
Caminaba tranquilo e
inocentemente por los rieles de la vida. Había pasado quince años desde que fue
expulsado de aquel lugar donde el milagro de la vida inventa vidas. La
tranquilidad se había evaporado. Creció en un lugar, que a veces, se pierde
entre los vientos de la monotonía y de la tranquilidad. Es un pueblo, que de
vez en cuando, se siente en la cúspide de la felicidad y en otros casos se
perfila como un vagabundo tirado en un basural lamiéndose sus propias heridas.
Es un pueblo, porque se encuentra poblado de emociones y sentimientos que se
conjugan para construir una identidad. Un lugar plausible, rodeado de grandes
cerros, los cuales impiden que otros pueblos, especialmente, aquellos que se
encuentran arriba puedan contemplar algo
distinto, otra realidad. Los rayos del sol, cada vez que las manifestaciones
climáticas lo permiten, llegan con un esplendor gratificante, entonces,
aquellas laderas secas y tristes sonríen vagamente, porque saben que en el
vientre de estos rayos se esconde una paradoja: todo se ilumina pero al mismo
tiempo todo se opaca y muere. Aquellos pastizales verdes abren la boca
desmesuradamente para comer la energía del sol.
Después de unos minutos, el
sol, precipitadamente ilumina dos casas relativamente cercanas. Es aquí donde
creció, donde jugó, donde fue testigo de los momentos más amargos de su vida,
pero también de aquellas experiencias más cándidas e inflamables. Es aquí donde
iba construyendo su camino, a través, de su caminar. Recuerdo aquellos momentos
cotidianos en los que los trajines diarios reflejaban un porvenir. Todos los
días caminaba de una casa a otra para desayunar, almorzar o cenar. El lonche no
existe, porque eso significaría desorden y menos tiempo para abrir los surcos.
Caminaba cada día de una casa a otra. Esto tomaba un par de minutos. Estas
casas se ubican en un pedazo de tierra envidiable, probablemente, la parte más
fértil y hermosa del pueblo. Es un lugar plano, profundo, húmedo. Todo el año
nos deja contemplar su color verde. Estos recintos fueron espacios de
engreimiento, libertad, afecto y amor.
Él iba creciendo en este
ambiente acogedor, pero encerrado en un círculo
muy conocido. No es una exageración decir que conseguía todo lo que quería:
hacía desorden, lloraba para llamar la atención, no permitía que otros se
acercarán a ocupar su espacio. No tenía juguetes, pero su vida era un juego
rodeado de juguetes. Se había criado en un espacio seguro, sin amenazas, podía
dormir y caminar sin temer nada, porque a la presencia del más mínimo
acontecimiento, la madre, el padre o las hermanas explotaban sus instintos
impermeables. Iba creciendo con estas experiencias inasibles. Según cuentan
viejas historias, cada vez que iban a la ciudad y se hospedan en un hotel,
tenían que dormir con la luz encendida toda la noche, porque a él simplemente
le apetecía dormir con la luz encendida. Una vez la madre intentó apagar la
luz, de pronto él se dio cuenta y empezó a llorar desoladamente, entonces, la
madre se puso nerviosa e inmediatamente
le dijo: está bien hijito, no lo voy a apagar. El llanto se había desvanecido
en un cerrar de ojos.
Había crecido, tenía cinco años.
Ya era tiempo de conocer otras realidades, tal vez, hostiles o
benevolentes, pero es una tarea casi
imprescindible en todo ser humano enfrentarse a mundos desconocidos para
transformarlos o para adaptarse a ellos ciegamente. Había llegado el momento de
ir a la escuela primaria, esto significaba una manera diferente de relacionarse
con la realidad. Un paso importante y al mismo tiempo un desafío en la vida de
un niño que había tenido como única atmósfera de movimiento su casa, sus padres
y sus hermanas. Todos sabían, que tal vez, este niño no estaba preparado para
insertarse en otro universo. Recuerdo que a veces vivían en una intensa
preocupación, pensando si se va a acostumbrar o no en la escuela primaria, porque
no todos los niños tienen la misma formación y no siempre son los niños
inocentes, amables e inofensivos que
siempre hemos creído. Los niños también son violentos y agresivos. A
veces, ellos (padres y hermanas) se preguntaban si era necesario tanto
engreimiento, pero se habían decidido cuidarle como a un gigante en gestación.
No había tiempo para esperar,
tenía que ir al escuela primaria. Le compraron sus útiles escolares, que muchas
veces, se convirtieron en herramientas inútiles, le compraron ropa y algunas
cosas con las que aquel niño quería
jugar. No se los conocía como juguetes, porque no solo se jugaba con ellos,
sino que a través de ellos se forjaba una identidad, un vida y una manera de
conocer y descubrir el mundo.
Hasta el primer día de escuela
se respiraba aire puro y se vivía sin preocupaciones, en un mundo donde todas las cosas se
mancomunaban para sonreírle y para cantarle mientras dormía. Llegó a la escuela
y empezó a llorar, porque no quería separarse de los que lo habían llevado,
todo era extraño: las voces no eran las mismas, las miradas no eran tan
amables, los gestos eran desconocidos y no existía el contacto físico, o sea,
extrañaba aquellos abrazos cada vez que lloraba. Se encontraba llorando, pero
nadie se acercaba a decirle que se calle o a abrazarle y decirle que todo está
bien. Los primeros días no jugaba, le
tenía miedo al más mínimo detalle, el solo ápice de un acontecimiento hostil le
aterrorizaba. Nadie se interesaba por él, entonces, empezaba a sentir los
embates de las soledad y las inclemencias de lo que significa adaptarse a un
contexto diferente. La escuela primaria no era su casa. Cada vez que terminaba
sus clases, alguno de sus familiares estaba esperando afuera para llevarle a
casa. El comportamiento de aquel niño
era muy diferente, porque en estos momentos sí hablaba, sonreía, jugaba e
incluso se atrevía a hacer berrinches y pataletas. Es obvio que cuando uno es
el centro de la atención hace que los hemisferios se imbriquen para lograr
objetivos, incluso aquellos propósitos descabellados.
En su casa era una estrella
luminosa, pero en la escuela primaria un miserable sin un pedazo de tierra
donde poner sus pies. Así, con todo este abanico de peripecias, había
transcurrido tres años. Algunos de sus compañeros habían aprendido a leer antes
que él. En el segundo grado, el profesor tenía un método, disque de
aprendizaje: salían dos alumnos al frente a leer, cada uno con su libro. Pero
lo curioso era que el alumno que sabía
leer le castigaba al que no sabía. Recuerdo que muchas veces, aquel niño que ya
tenía seis años, fue castigado. Una vez, le tocó salir al frente con una niña,
en aquellos entonces la primera estudiante, a leer. A la gente buena siempre le
pasa algo, dicen. La niña sabía leer, él no, entonces, tuvo que ser castigado y
probablemente humillado, porque el castigo frente a los demás hace que los
otros tomen consciencia de las consecuencias de un error: mira lo que te puede
pasar si no sabes leer. En años posteriores, este niño que había crecido sin
ser el orgullo del aula, sostuvo una relación amorosa con la niña que en los
primeros años le castigaba. Probablemente, era una relación para enseñarle el
verdadero amor, sin ofensas, sin castigos, solo a través de besos furtivos e
inocentes. Había pasado los tres primeros años de la escuela primaria. Había
aprendido a leer un poco, solo le faltaba algunas horas de práctica para leer
como aquellos alumnos afortunados, que lograban metas sin mayor esfuerzo.
En la escuela primaria no había
libros, salvo uno por cada alumno, del cual leían cada día y que cada familia
había comprado haciendo un esfuerzo muy grande. Los libros tenían nombres de
personas en diminutivo. A partir del
tercer año, este niño que se fue forjando entre los residuos del pasado y los
porvenires halagüeños, empezó a entrar en contacto con muchos libros en su
propia casa. Es necesario decir, que esta situación es un caso insólito, porque
en aquel pueblo que martillea los recuerdos, casi nadie tenía libros en su
casa, porque la vida no se encuentra sino en la experiencia. Aún no se sabe
cómo esta familia adquirió tantos libros con diferentes temas. Es aquí donde la
historia se empieza a escribir como una nueva posibilidad y trata de alejarse
de los escombros del pasado para involucrarse en un viaje permeable que permita
satisfacer necesidades insatisfechas. Los libros empezaron a ser besos entre
desconocidos, filtrando la angustia y el nerviosismo de un niño que crece como
una reacción creativa. Vivía cada día con sus libros. No solo aprendió a leer
sino también a leer lo que leía. Las hostilidades de la vida empezaban a
rendirse y los enemigos se convertían en ángeles custodios. Las vacaciones de
fin de año habían pasado como una ráfaga y los miedos internos se habían
evaporado, sin embargo, el ambiente seguía siendo amenazador.
El cuarto grado de primaria
había llegado. Ya tenía ocho años. Este año fue muy diferente a los anteriores
y probablemente escribió un destino lleno de sueños, de algarabías y de
satisfacción. Como un milagro providencial y si como una luz divina hubiese
posado sobre él, empezó a jugar con sus compañeros, especialmente, en el
recreo. No había espacio para el castigo por errores académicos, porque solo en
unos meses había adquirido muchos más que sus compañeros. Empezaba a ser un
alumno sobresaliente.
La realidad está en constante
movimiento y por eso el hombre tiene que
inventar diferentes estrategias para transformar este mundo, a veces, escalofriante. Justo cuando
intentaba ser el compañero, se encontró con otra dificultad: mientras jugaban,
sus compañeros le pegaban cada vez que querían y lo hacían, porque físicamente
eran mucho más fuertes y daba la impresión que ellos estaban acostumbrados al
dolor. Se caían y no lloraban, necesitaban algo y lo conseguían peleando,
mientras que este niño, que ya tenía ocho años de angustia, no conocía el
dolor, lloraba por cualquier cosa, se le iba la pelota de fútbol a una acequia e inmediatamente lloraba, le
quitaban la pelota a través de una jugada inteligente y lloraba, entonces, se
entiende que cada vez que le pegaban lloraba desconsoladamente. Sus compañeros
peleaban como si en su casa hubiesen sido entrenados para tal tarea, mientras
que él no sabía pelear. Era necesario entonces, inventar un mecanismo de
sobrevivencia también violento y agresivo, probablemente, mucho más destructivo
que los golpes físicos: agresión verbal. Este niño aprendió a defenderse
verbalmente y no exagero si digo que fue un invento mortífero que fue matando
toda acción virulenta en su contra. Nadie se atrevía a meterse con él, sus
palabras eran tan fuertes y agresivas que sus compañeros corrían como potrillos
en busca de su madre. Una estrategia fenomenal que perduró por muchos años,
incluso hasta terminar la secundaria.
El cuarto grado de primaria
estaba a punto de terminar, pero él ya no era el mismo, se había embarcado en
un viaje promisorio e iba haciendo de cada espacio una representación singular
de su familia, de su hogar. Empezaba a sentir el cuidado y el cariño de sus
padres y de sus hermanas en diferentes espacios en los que se desenvolvía. Los
mundos, no solo familiar, también empezaban a engreírle y consentirle. Vivía
consentido y con sentido. En este año, su papá le compuso un poema, aprendió el
poema y lo declamó en una actividad de fin de año. Lo hizo muy bien y desde
aquel momento empezó a declamar poemas como si hubiese nacido condenado a ser
libre a través de los versos. El año escolar parpadeaba como si tuviese sueño.
Unas semanas antes de culminar el año, se enteró que había logrado ocupar el
tercer lugar en cuanto a rendimiento académico se refiere. El vientre de un
destino benevolente empezaba a abrirse. Desde aquel entonces, empezó a ser el
centro de atención de cuantos se cruzaban por su camino. Los profesores le
llamaban por su nombre, le invitaban a tomar desayuno con ellos, le compraban
regalos, le abrazaban, le visitaban a su casa y hablaban de él como si la existencia
de otras personas fuese una ilusión o una parodia vaga de la vida real. Los
padres de familia, la gente del pueblo hablaban de él como si un profeta de
Dios hubiese visitado a su pueblo. Sin una sombra de dudas puedo decir que era
y sigue siendo el hijo más querido de aquel terruño querido.
En los años posteriores de primaria,
siempre logró ocupar el primer lugar.
Los dioses le sonreían a cada instante. Definitivamente, nadie podrá
vilipendiar aquella infancia teñida de augustos augurios. Terminó la primaria
entre cantos angelicales. La vida fluía como un riachuelo fresco y nítido, la
vida parecía sentarse en la cúspide la felicidad y el mundo se despojaba de sus
abrigos para cobijar a un niño que dejaba de ser niño. La familia, el hogar, la
casa gozaban de su ubicuidad.
Los pasos en la vida son
necesarios. La secundaria esperaba con sus entrañas listas para proteger al
hombre. Los porvenires sonrían con una
felicidad inefable y envidiable, porque todas las hostilidades y las agresiones
del destino se habían disipado, entonces, el viaje era un espacio amplio y
limpio desde donde se podía voltear a mirar aquellos seres inermes e inertes, testigos
de su propia desgracia, y al mismo tiempo, soltar carcajadas al ritmo de una
vida laudable e iridiscente. La secundaria era un espacio nuevo, sin embargo,
no se presentaba como una situación extraña, porque todo lo que había pasado
durante los años de primaria hacía sentir su eco en las paredes de aquel
recinto donde la desesperanza se convierte en una mañana diáfana, entonces, la
secundaria no era un paso más sino el pedestal de una vida que había
empezado a ser lo mejor posible.
Tenía once años cuando inició
el primer grado de la secundaria. Después de unos meses cumplió doce años. Ya
era un adolescente, la niñez se había disipado. Todo era fácil, pero muchas
veces, cuando la vida fluye con una facilidad inenarrable produce miedo y
desesperación. Dicen que cuando las cosas funcionan muy bien es que no
funcionan. Necesitaría tal vez una vida entera si me dedico a contar todos los
acontecimientos que fueron erigiendo si se puede decir la autoestima y el
autoconcepto de una adolescente en busca no de la vida, sino de vida dentro de
la vida. Por eso me limitaré a describir aquellos momentos de una manera
general, porque también es necesario decir que estas líneas son una cartografía
más no la superficie de lo realmente real. Los cinco años de secundaria fueron una exageración positiva
de lo que significaba convivir con un adolescente sin tener presente la
presencia de los otros. Todos los años ocupó el primer lugar y no solo se hacía
acreedor de un diploma por año, sino de muchos más, porque algunos profesores
le otorgaban distinciones por participar en el salón, por declamar poemas, por
su buen comportamiento, por las preguntas que construía en el aula, por
participar en las actividades culturales, solo faltaba un diploma por haber
nacido y vivir o tal vez por sonreír. Los cinco eslabones adquirieron este
matiz y las distinciones se convertían cada día en un dogma, en una tradición,
en una doctrina. Los otros se habían convertido en espectadores silenciosos de
un espectáculo espectacular que tenía como fuegos artificiales al egoísmo, egocentrismo,
narcisismo, vestidos con la frivolidad de lo irreal. No se puede construir a una persona un
espacio más loable y plausible que el descrito anteriormente. Los profesores
habían construido estas situaciones. La mayoría de ellos defendía a aquel
adolescente fehacientemente. Recuerdo aquellos momentos en que algunos de los
profesores protagonizaban, entre ellos, largas discusiones para defender a
aquel adolescente que ya no vivía en la realidad. Él era el buen estudiante, el
buen alumno, pero casi nunca llegó a ser
el compañero. Era lo mejor que le había pasado a aquel colegio secundario. Su
familia se sentía orgullosa. Era el
hombre ideal, la representación de una sociedad sin preocupaciones, que duerme
tranquila y en la que todos se aman. Había pasado más de cuatro años de
secundaria. Aquel adolescente bonachón, cursaba el quinto y último año, Pero
algo había empezado a cambiar no en el ambiente externo, sino en el mundo
interno de aquel adolescente que no conocía otras posibilidades de vida. Vivió,
tal vez encapsulado con lo irreal, con lo efímero, con lo frívolo, con lo
convencional, con la ilusión, con la superficialidad. Este año, el último de
secundaria, era diferente en contraposición a aquellas maravillas faraónicas de
los años pasados. Las preguntas por el sentido del sin sentido nacieron y
empezaron a caminar. Era una paradoja que un adolescente rodeado de tesoros y
piedras preciosas se pregunte por el sentido de lo maravilloso, de la felicidad,
de lo perfecto, de lo que funciona impecablemente. Los cuatro años anteriores
habían sido un oasis y de pronto se convirtieron en un desierto por el que
caminaba un peregrino sediento. Algo había cambiado.
La verdadera vida empezaba a
vivir una vida vivificante. Nacieron las preguntas, las interrogantes, las
dudas, las bifurcaciones, los vacíos, los pensamientos sobre el pensamiento, las reflexiones sobre lo vivido y
las sensaciones de que tal vez nada tiene sentido. ¿De qué sirve ser el mejor
estudiante si uno se siente miserable? ¿Tiene sentido recibir un millón de
premios y diplomas si se vive condenado a ser un miserable que se ufana de su
mísera vida? ¿Tiene sentido encontrar la panacea sin ser consciente de la inconsciencia?
¿A quién le importa mi vida sin la vida de los demás? ¿Tiene sentido ser el
hombre ideal sin ser un ideal para uno mismo? ¿Tiene sentido vivir en un mundo
al que los otros no pueden acceder? ¿Tiene sentido diferenciarse
individualmente minimizando la diferenciación de los demás? ¿Tiene sentido
construir una identidad cuando los otros son excluidos, marginados e ignorados?
¡Pobre miserable! ¡Pobre insecto! ¡Viviste más de quince años en una ilusión,
en un mundo inexistente, creado por
otros solo para hacerte sentir que eras lo que nunca fuiste! ¡Hoy tienes que
luchar no con palabras, ni con los demás, sino con la realidad endemoniada,
porque nunca le pagaste lo que te prestó! ¡Pelea con ella y veremos si la
puedes vencer!
Todo este abanico de situaciones
se fue convirtiendo en un laberinto sin salida en un mundo que ruge como una
bestia salvaje o como un animal hambriento dispuesto a hacer cualquier cosa
para devorar su presa. La vida maravillosa se había disipado.
Si no existen salidas tenemos
que inventarlas. Aquel adolescente que había crecido hipnotizado por el mundo,
pensó en la estrategia que había creado para vencer las hostilidades en los
primeros años de primaria, entonces, como una
emanación divina, apareció en su mente una solución tal vez demente.
Inmediatamente, se percató que no podía luchar con la realidad, porque no había
sido preparado para enfrentarse a la incomodidad de lo real. Se encontraba
abatido por un dilema existencial. ¿Tiene sentido vivir sin vida? Se
preguntaba. El año escolar había transcurrido casi la mitad.
Era un día soleado, los rayos
del sol sonreían a todas las vidas menos la vida de aquel adolescente que la
noche anterior se había dormido pensando en la solución o en cómo deshacerse de
la realidad. Eran cerca de las ocho de la mañana, la angustia y la
desesperación martilleaban el alma de aquel adolescente pensativo. Salió de su
casa tratando de sentirse seguro frente a los demás, llevaba sus cuadernos en
la mano y caminaba como si tuviese miedo
de dar los siguientes pasos. Miraba a las piedras del camino cuidadosamente, a
veces daba pasos cortos, otras veces pasos largos. En el trayecto se encontró
con muchos de sus compañeros, pero no se atrevió a decirles ni siquiera una
palabra. Siguió caminando y después de
unos quince minutos llegó a su colegio secundario. Miraba vaga y cursivamente.
Todo le incomodaba, la voz de los compañeros, la voz de los profesores e
incluso el canto amable de algunos pájaros que cantaban la alegría de la vida.
Pero ponerse pensativo, nostálgico e ignorar la realidad no soluciona nada, al
contrario, nutre la virulencia de la realidad, entonces, uno se vuelve más
débil y adquiere menos fuerzas y creatividad para enfrentarse a aquel monstruo
beligerante y real. ¿Cuál era la verdadera solución? Sin duda alguna, estos
comportamientos significaban simplemente el preludio del final o del inicio de
una vida que puede renacer o esfumarse entre los dedos de unas manos que
tiemblan porque tienen miedo de vivir.
En el patio donde los alumnos,
cada mañana, formaban filas y columnas, todo parecía opacado, una neblina
espesa se movía frente a sus ojos. No sonrió en ningún momento. Un profesor
hablaba frente a los alumnos, pero el adolescente que había empezado a
conquistar su propio destino, no prestó atención a ninguna palabra. Todos se
convirtieron, en unos pocos días, en seres lejanos y extraños sin ningún
vínculo. Era una consecuencia casi lógica, porque cuando uno se tiene que
alejar de los otros busca formas para disminuir la intensidad de una despedida
latente e inmanente. Tal vez tenía la mente ofuscada, porque una cantidad
considerable de ideas rondaban como ladrones buscando atrapar un tesoro para deshacerse de él. Demasiadas
ideas para dibujar un destino. Aquel adolescente, hace unos años, incólume, hoy
pusilánime, estaba llegando al pináculo de su libertad: vivir condenado a sus
convicciones para ser libre. Un abanico de ideas se yuxtaponían para izar una idea, la más garbosa de la vida: decirle
no a la realidad. Es curioso, porque no eran reflexiones, tampoco razonamientos
ni mucho menos pensamientos, porque para que esto se produzca se necesita
tranquilidad, lucidez y creatividad. Un ejemplo evidente de la irreflexión era
la situación de su familia. No pensaba en ellos, casi no los recordaba, porque
tal vez la ceguera era tan ciega y dolorosa que no permitía pensar en aquellos
seres a los que un día amó inconmensurablemente. Ya se había despedido de
ellos, sin embargo, estos celebraban cada día la llegada de una vida que había transcurrido
cerca de 16 años.
Después de unos minutos de
estar en el patio del colegio secundario, en realidad en el patio de un corazón
que no tenía suficiente sangre, el profesor dijo que podían pasar a sus aulas
de manera ordenada. Todos los alumnos acataron la orden silenciosamente. Aquel
adolescente que ya no recordaba ningún tipo de trayecto, llegó al salón, se
sentó sobre una carpeta casi destartalada, mientras otros buscaban un lugar
mucho más digno donde sentarse. Todos estaban sentados en sus respectivos
lugares y simultáneamente unos hablaban
acerca de sus sueños y de sus proyectos, de lo que querían ser en el
futuro. Aquel adolescente embriagado por la vida solo contemplaba en el
bullicio de su corazón un solo sueño: dormir tranquilo. Después de unos
minutos, el profesor llegó al salón, pasó lista y mientras todos se ordenaban
para escuchar la clase, aquel adolescente inmiscuido en su propia maraña
pensaba que ese día sería la última vez que su nombre era leído desde una lista
de seres que creen en la vida porque no la entienden. Se encontraba
medianamente inclinado, con los con los codos sobre la carpeta y las manos en
la boca con los dedos entre cruzados. La solución ya rozaba su piel. Habían
pasado algunas horas de clase, pero nadie se percataba de la soledad sepulcral
de aquel adolescente empedernido. El profesor, casi como todos, estaba
interesado en ser interesante más no se percataba de lo que pasaba con los
alumnos, tal vez porque era algo que no le incumbe.
Habían pasado algunas horas de clase, sin
embargo, el tiempo transcurría lentamente. Debe haber pasado algo más por la
cabeza de aquel adolescente adolorido, pero solo él lo sabe, porque incluso las
cercanías íntimas no son suficientes para saber lo que realmente pasa en la
mente de un hombre que calla para masticar su silencio.
Todo estaba decidido. La
solución sonreía a través de su claridad. Faltaba medía hora para terminar las
clases, de pronto aquel adolescente que había estado callado sonrió y volvió a
aquella situación prístina de su vida: deslumbrante, bonachón, provocador.
Empezó a hablar y a mirar a todos con gran satisfacción. Era un momento
fervoroso, de íntima cercanía. Tal vez nunca antes se le había visto, a aquel
adolescente, tan cómodo, contento haciendo prevalecer su gallardía. Su cara
reflejaba las sonrisas de los dioses, su cuerpo parecía estar dotado de una
vitalidad sempiterna. Definitivamente, era el hombre ideal.
Terminaron las clases, cogió
sus cuadernos en los que ya no se podía escribir ni siquiera una palabra. Salió
del salón trotando, porque un trago de
transformación esperaba con ansias. Trotaba por el camino como si una trompeta
de salvación se escuchase en algún horizonte. ¿A dónde se dirigía? A su casa.
¿Tenía hambre? Probablemente, nunca pudo
saciarse con los manjares de la vida. Llegó a un determinado punto del camino y
empezó a correr, era extraño, porque había empezado a hacerlo justo donde
empieza la subida. En el camino no se percató de nadie. Corrió por aquella
subida, mientras el sudor de su cuerpo se evaporaba dando también los últimos
suspiros, no sé si de vida o de muerte. Fueron cinco violentos minutos.
Normalmente, del colegio secundario a su casa toma un tiempo de quince o veinte
minutos. Estaba muy cerca a su casa, la solución ya rozaba sus labios. Llegó al
patio de su casa, tiró sus cuadernos en el piso, uno de ellos quedó con las
hojas abiertas. Se dirigió a la puerta, la abrió violentamente y el bendito
remedio estaba frente a él. Se dirigió hacia el
sin pensarlo, estiró la mano y justo cuando la yema de sus dedos tocaron
el frasco su brazo se inmovilizó como si alguna energía providencial y mágica hubiese
posado sobre él. Fueron cinco segundos en los que aquel brazo se paralizó. De
pronto, como si alguien manejase el control del brazo, este cayó con una
languidez notable y golpeó una parte de su cadera derecha. De pronto, unas
lágrimas tristes se deslizaron por sus mejillas, fijando su mirada en aquel veneno
mortal. Se cogió la cara con las dos manos y llorando como un niño que busca
abrigo salió al patio y lloró como si los dioses hubiesen claudicado.
Hoy, aquel hombre que ya ha
dejado de ser un adolescente cumple treinta años.
Todo es un instante.
Fénix!!!!
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