LINEAS PAGANAS
COMULGANDO CON LA HUMANIDAD
Desde hace unos años he estado
participando de lo que hoy conocemos como Eucaristía, pero en muchos casos, debería
llamarse adoctrinamiento o en todo caso la representación de aquellas ansias
utópicas de mantener a la gente en la ignorancia. Hasta hoy, he participado
incontables veces, y digo que he participado, porque no solo he escuchado
pasivamente, sino que también he reflexionado y analizado cada palabra, cada
gesto con una agudeza empedernida. Hoy más que nunca creo fehacientemente que
voy a la eucaristía no por los motivos y las razones irracionales que antes
había escuchado o me habían inculcado. Cualquier persona con algunos argumentos
y con un poco de lucidez podría decidir no ir si no encuentra ningún placer o
satisfacción, liberación o claridad de fundamentos. Pero no es mi caso, porque
sigo yendo, precisamente, para dedicarme visceralmente a hacer casi todo lo
contrario.
La eucaristía también se puede
percibir sin Dios, porque lo que nos debería interesar profundamente es la
humanidad, por eso hace tiempo he dejado de creer en un Dios todopoderoso,
alojado en lo desconocido como si no tuviésemos acceso a él. Pero es necesario
decir también que algunas Eucaristías nutren y siguen presentado imágenes que
aún producen miedo y zozobra en la sociedad. Algunas celebraciones eucarísticas
se plasman como mundos totalmente diferentes al nuestro y, entonces, seguimos
comiendo y bebiendo de la dualidad platónica. Estos son mundos a los que no
podemos acceder, como si Dios no se hubiese encarnado en el mundo, a través de
un proyecto de justicia, de caridad y de oportunidades, especialmente, en favor
de aquellos marginados, excluidos e ignorados. ¿No debería ser acaso la
eucaristía una representación, un espejo palpable de este proyecto?
Yo no voy a misa para ver a
Jesús en la hostia, ni tampoco para comulgar la hostia, mucho menos para crecer
espiritualmente, porque creo que estos actos son egoístas. Es más no voy a misa
porque quiero salvarme, no quiero sonar irónico, pero tengo que decirlo, no
tengo de qué salvarme, ya estoy salvado. Además, porque los conceptos que
concebimos acerca de la eucaristía son una certeza aprendida ciegamente e incierta.
Yo no voy a misa para escuchar al cura, que lo único que hace es prostituir el
evangelio y hablar de un mundo sin pueblo, de un Dios que se encuentra sobre
nosotros y que envió a su hijo para morir en la cruz. ¡Qué crueldad! Así los
mensajes del cura alimentan cada día el ego de Dios, quitándole a la humanidad
posibilidades y espacios de acción. Probablemente, estoy dejando de creer para
creer.
Ahora, me gustaría explicar
aquello que me mueve ir a la eucaristía.
Yo voy a la eucaristía, porque creo fervientemente que aquel espacio
debería ser la representación paradigmática de la construcción y de los pilares
de una sociedad que anhelamos ansiosamente. Un espacio donde todos comparten,
una atmósfera organizada, un ambiente donde la brecha de la desigualdad es
minúscula, una habitación donde todos tienen cabida, donde todos son acogidos
sin distinciones, en realidad un espacio de encuentro con la humanidad. Un
espacio donde aprendamos a construir una sociedad justa que tiene como valor
supremo la dignidad humana. No quiero elevar cantos utópicos, ni tampoco soñar
con la sociedad descrita por Skinner en su obra Walden Dos, porque eso significaría la
irrealidad de lo real. Solo quiero decir que las estructuras sociales no son
inamovibles y si se hace necesario modificarlas para brindar mejores
posibilidades al hombre, es un imperativo ineludible hacerlo. La Eucaristía
también debería reflejar esta realidad, no obstante, se convierte, muchas
veces, en el espejo de una sociedad que ignora, excluye, que no deja pensar a
la gente, que tiene teorías y principios que obnubilan la mente del hombre. Mi
corazón se hace jirones cada vez que escucho a un cura decir: solo los que
están confesados pueden comulgar. En mi percepción, estas frases son totalmente
contrarias al proyecto de aquel que llamamos nuestro Señor. A esto se suman
expresiones como: vestirse con decoro para ir a misa. Aun no entiendo cuál es
el significado de esta expresión desafiante y amenazadora, que nutre la
valoración del individuo en base a lo que posee. Mi abuela vivía a dos mil
ochocientos metros sobre el nivel del mar, en un pequeño pueblo, cada día
caminaba descalza, con unas polleras grandes y cada vez que regresaba a su casa
lo hacía casi cubierta de barro y empapada por la lluvia ¿la dejarían entrar a
una eucaristía?
Como no recordar aquellos
sonidos flagelantes que dicen: el que esté preparado se acerca a comulgar. Obviamente,
yo siempre estoy preparado, por lo tanto, comulgo todas las veces que voy a la
eucaristía. Pero no comulgo la hostia, comulgo el ideal de construir una
sociedad en la que se pueda brindar posibilidades a todos, comulgo la añoranza
de un destino fértil, comulgo el atrevimiento de sonreírle al futuro, comulgo
la inclusión pero con un cambio sostenible de sistemas y estructuras. Comulgo,
el optimismo de un proyecto que intenta derribar las enormes murallas de la
indiferencia frente al sufrimiento del hombre, comulgo la dignidad humana como
una realidad sublime intocable. En definitiva, comulgo con la humanidad.
Es posible crear realidades
trascendentales aquí en la tierra. Dios no necesita nada, la humanidad necesita
mucho. Probablemente, estas líneas suenen como un grito desesperado y sin un
ápice de duda digo que lo son. Estas palabras son un grito, una protesta, una
mirada con llamas de fuego, una palmada que intenta dejar el eco de su contacto
como el sonido de las campanas que nos invitan a entrar en las catedrales que
llevamos dentro. Estas palabras no son sagradas, son paganas, nacen no del
recuerdo, sino del olvido.
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