AYUNO CON DESAYUNO



Cada año, el calendario litúrgico de la Iglesia Católica, presenta actividades interesantes pero poco analizadas y reflexionadas por la mayoría de los “fieles”. Entonces, nos insertamos en un espacio donde hacemos las cosas sin un ápice de reflexión y éstas se convierten en patrones repetitivos, monótonos, hasta el punto de llegar a ser acciones contrarias a lo que Nuestro Señor enseñó hace muchos y que debería ser actual,  martillear nuestra mente en cada momento: ¡sé humano!
Los que conocemos un poco este calendario litúrgico, sabemos que éste está dividido en tiempos litúrgicos. Uno de estos es el cuaresmal. Una preparación espiritual,  de purificación de ideas, pensamientos y emociones durante cuarenta días para recibir el tiempo pascual. Este último es el espacio culmen de un camino, de un trayecto donde la humanidad vuelve a renacer, a elevarse. Este es el tiempo donde algo pasa en el corazón del hombre, un ápice de luz abre el cerebro del hombre para ver otras posibilidades y no quedarse como aquellos dioses que tienen ojos y no ven que tiene oídos y no oyen.
Uno de los puntos centrales de esta cuaresma, se supone, es el ayuno. Una dimensión que se ha convertido en un mecanismo irracional para tranquilizar nuestra consciencia  y así no sentirnos culpables de aquello que tenemos que hacer y no lo hacemos. Es aquí donde el discurso, las enseñanzas de Nuestro Señor se desbarrancan, se hunden en el abismo oscuro de lo superfluo, frívolo y aburrido. Bastantes “fieles”, optamos por lo más fácil del ayuno: dejar de comer, no comer carne, dar limosna, ir a misa, arrodillarnos, lamentarnos, golpearnos el pecho. Una vez terminados estos rituales, muchas veces vacíos, nos enfrentamos a lo más difícil: el encuentro con el prójimo, con el otro. Creo que para los que nos consideramos “fieles” es una pregunta necesaria ¿Cómo debería ser este encuentro? Probablemente, este encuentro debería ser el verdadero ayuno y con más razón si es otro despojado de sus capacidades,  viviendo en una situación de vulnerabilidad, si es otro al que le han sido arrebatados sus sueños, sus ilusiones,  desnudo, con hambre, con sed, sucio, descalzo, enfermo, diferente.
No se puede negar que esta realidad de encuentro con otra persona nos sacude de nuestros rituales, nos interpela, nos grita  al oído: ¡vuelve a la iglesia! ¡arrodíllate!, ¡reza!, ¡golpéate el pecho! eso es más fácil y cómodo. Porque salir al encuentro del otro significa, también, dejarse encontrar, exponer nuestra fragilidad frente a los demás. En la mayoría de los casos, la realidad con la que convivimos cada día es sufriente, dolorosa, triste, pero en el fondo de nuestro ser hay una voz que dice: sí se puede hacer algo, se puede resucitar, se puede metamorfosear esta realidad y muchas veces, no se necesita cosas gigantes, sino acciones simples pero francas, pequeñas pero significativas: un abrazo, una mirada, un apretón de manos, un saludo, una sonrisa. Tal vez lo que mata al hombre no es la muerte, sino dejarlo morir, l0 que mata al hombre no es el hambre, sino dejarlo sin comida, lo que mata al hombre no es no darle limosna, sino la indiferencia, lo que mata al hombre no es que no tenga zapatos, sino dejarlo caminar descalzo, lo que mata al hombre no son las inclemencias del tiempo, sino los embates de nuestra indiferencia, apatía.

Por eso, creo que este tiempo cuaresmal debería resonar en nuestros tímpanos aquellas expresiones vivas del profeta Isaías:
¿No saben cuál es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas, desatar las amarras del yugo, dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo. Compartirás tu pan con el hambriento, los pobres sin techo entrarán a tu casa, vestirás al que veas desnudo y no voltearás la espalda a tu hermano. Si en tu casa no hay más gente explotada, si apartas el gesto amenazante y las palabras perversas; si das al hambriento lo que deseas para ti y sacias al hombre oprimido, brillará tu luz en las tinieblas y tu oscuridad se volverá como la claridad del mediodía.

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