UNA PÉRDIDA IRREPARABLE

HASTA LUEGO SEÑORA AMANDA CONDE
Hace más de ocho años que llegué a Lima, a un mundo desconocido, extraño, sin un pedazo de  tierra donde recostar mi cabeza. Llegué como un náufrago o un huérfano de atención, de afecto, de cariño, de sonrisas, porque estas se habían quedado  en aquel pueblo que me cobijó por muchos años. Llegué solo con la soledad y no puedo negarlo que conforme pasaba el tiempo se acrecentaban mis ansias de buscar una caricia, un abrazo, una sonrisa de un amor maternal inconmensurable al que me había acostumbrado. Me hacía falta sentir aquellas manos pletóricas de amor y de tranquilidad. Mis conductas de  engreído y consentido se hacían evidentes cada vez más. Necesitaba a alguien que cada vez que me vea hacer algo sonría, se emocione, comparte mi felicidad conmigo, necesitaba a alguien que me idealice, que pierda su objetividad tan solo por el hecho de engreírme y quererme. Pero en un mundo ajeno, a veces, las búsquedas se evaporan en un cerrar de ojos. De pronto, cuando empezaba a dejar que mis sueños y mis ilusiones se desvanecieran, apareció una MUJER, una MADRE que me tendió su mano con benevolencia y confianza solícitas. Ella, través, de su cariño transportó a mi vida todo lo que había dejado en aquel lugar que me vio nacer. Ella empezó a compartir mis sueños, mis alegrías y mis proyectos. Cuando presenté mi primer libro de poemas, ella estuvo allí. Estoy seguro que no exagero si digo que Dios la había concebido en su mente  para ponerla en mi camino, en mi vida como una emanación de un milagro providencial. Empezó a engreírme, a quererme y yo también empecé a idealizarla, a quererla y a percibir en ella a mi madre. Desde entonces, ella se convirtió para mí en una fuente de afecto, de cariño y de paz inamovibles. Me sentía muy bien cada vez que ella llegaba con una sonrisa generosa y dispuesta a cobijarme bajo aquellas llamas de fuego que llevaba en sus brazos y con una voz como el sonido de un riachuelo me decía ¿cómo estas hijo? Sonreía a todo lo que yo decía o hacía, incluso frente a aquellas palabras inmaduras e irresponsables que yo decía cada vez que necesitaba atención.

Era, a veces, una situación extraña, insólita, fuera de lo ordinario, porque nunca antes nos habíamos visto, no teníamos ningún vínculo sanguíneo o algo por el estilo, sin embargo, su cariño y su afecto siempre me hicieron sentir como si ella me hubiese criado desde muy pequeño. Sí, es ella y generalmente mujeres como ella tienen una identidad, un nombre: AMANDA CONDE, la que descansó, descansa y descansará en paz, porque nadie vilipendiará su reposo sagrado. Me parece escuchar su voz desde lo ignoto que me dice “vive justamente, sé generoso y como yo sonreirás cuando te toque morir”. Ella se ha ido para estar con nosotros. La muerte despiadada y cruel ha puesto sobre ella su mano fría y sus ojos se han cerrado para siempre. La última vez que hablé con ella, me dijo “me alegra hijo que te encuentres bien”. Hoy estas palabras resuenan en mis oídos más vivas que nunca, porque no me encuentro bien: la extrañaré señora Amanda, tal vez visitaré su casa algunas veces más, pero mi satisfacción ya no será la misma sin usted. Hasta luego señora AMANDA CONDE.




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