LA IRONÍA DE LA VIDA

TODO ES UN INSTANTE
Caminaba tranquilo e inocentemente por los rieles de la vida. Había pasado quince años desde que fue expulsado de aquel lugar donde el milagro de la vida inventa vidas. La tranquilidad se había evaporado. Creció en un lugar, que a veces, se pierde entre los vientos de la monotonía y de la tranquilidad. Es un pueblo, que de vez en cuando, se siente en la cúspide de la felicidad y en otros casos se perfila como un vagabundo tirado en un basural lamiéndose sus propias heridas. Es un pueblo, porque se encuentra poblado de emociones y sentimientos que se conjugan para construir una identidad. Un lugar plausible, rodeado de grandes cerros, los cuales impiden que otros pueblos, especialmente, aquellos que se encuentran arriba  puedan contemplar algo distinto, otra realidad. Los rayos del sol, cada vez que las manifestaciones climáticas lo permiten, llegan con un esplendor gratificante, entonces, aquellas laderas secas y tristes sonríen vagamente, porque saben que en el vientre de estos rayos se esconde una paradoja: todo se ilumina pero al mismo tiempo todo se opaca y muere. Aquellos pastizales verdes abren la boca desmesuradamente para comer la energía del sol.
Después de unos minutos, el sol, precipitadamente ilumina dos casas relativamente cercanas. Es aquí donde creció, donde jugó, donde fue testigo de los momentos más amargos de su vida, pero también de aquellas experiencias más cándidas e inflamables. Es aquí donde iba construyendo su camino, a través, de su caminar. Recuerdo aquellos momentos cotidianos en los que los trajines diarios reflejaban un porvenir. Todos los días caminaba de una casa a otra para desayunar, almorzar o cenar. El lonche no existe, porque eso significaría desorden y menos tiempo para abrir los surcos. Caminaba cada día de una casa a otra. Esto tomaba un par de minutos. Estas casas se ubican en un pedazo de tierra envidiable, probablemente, la parte más fértil y hermosa del pueblo. Es un lugar plano, profundo, húmedo. Todo el año nos deja contemplar su color verde. Estos recintos fueron espacios de engreimiento,  libertad, afecto y amor.
Él iba creciendo en este ambiente acogedor,  pero encerrado en un círculo muy conocido. No es una exageración decir que conseguía todo lo que quería: hacía desorden, lloraba para llamar la atención, no permitía que otros se acercarán a ocupar su espacio. No tenía juguetes, pero su vida era un juego rodeado de juguetes. Se había criado en un espacio seguro, sin amenazas, podía dormir y caminar sin temer nada, porque a la presencia del más mínimo acontecimiento, la madre, el padre o las hermanas explotaban sus instintos impermeables. Iba creciendo con estas experiencias inasibles. Según cuentan viejas historias, cada vez que iban a la ciudad y se hospedan en un hotel, tenían que dormir con la luz encendida toda la noche, porque a él simplemente le apetecía dormir con la luz encendida. Una vez la madre intentó apagar la luz, de pronto él se dio cuenta y empezó a llorar desoladamente, entonces, la madre se puso nerviosa  e inmediatamente le dijo: está bien hijito, no lo voy a apagar. El llanto se había desvanecido en un cerrar de ojos.
Había crecido, tenía cinco años. Ya era tiempo de conocer otras realidades, tal vez, hostiles o benevolentes,  pero es una tarea casi imprescindible en todo ser humano enfrentarse a mundos desconocidos para transformarlos o para adaptarse a ellos ciegamente. Había llegado el momento de ir a la escuela primaria, esto significaba una manera diferente de relacionarse con la realidad. Un paso importante y al mismo tiempo un desafío en la vida de un niño que había tenido como única atmósfera de movimiento su casa, sus padres y sus hermanas. Todos sabían, que tal vez, este niño no estaba preparado para insertarse en otro universo. Recuerdo que a veces vivían en una intensa preocupación, pensando si se va a acostumbrar o no en la escuela primaria, porque no todos los niños tienen la misma formación y no siempre son los niños inocentes, amables e inofensivos que  siempre hemos creído. Los niños también son violentos y agresivos. A veces, ellos (padres y hermanas) se preguntaban si era necesario tanto engreimiento, pero se habían decidido cuidarle como a un gigante en gestación.
No había tiempo para esperar, tenía que ir al escuela primaria. Le compraron sus útiles escolares, que muchas veces, se convirtieron en herramientas inútiles, le compraron ropa y algunas cosas  con las que aquel niño quería jugar. No se los conocía como juguetes, porque no solo se jugaba con ellos, sino que a través de ellos se forjaba una identidad, un vida y una manera de conocer y descubrir el mundo.
Hasta el primer día de escuela se respiraba aire puro y se vivía sin preocupaciones,  en un mundo donde todas las cosas se mancomunaban para sonreírle y para cantarle mientras dormía. Llegó a la escuela y empezó a llorar, porque no quería separarse de los que lo habían llevado, todo era extraño: las voces no eran las mismas, las miradas no eran tan amables, los gestos eran desconocidos y no existía el contacto físico, o sea, extrañaba aquellos abrazos cada vez que lloraba. Se encontraba llorando, pero nadie se acercaba a decirle que se calle o a abrazarle y decirle que todo está bien.  Los primeros días no jugaba, le tenía miedo al más mínimo detalle, el solo ápice de un acontecimiento hostil le aterrorizaba. Nadie se interesaba por él, entonces, empezaba a sentir los embates de las soledad y las inclemencias de lo que significa adaptarse a un contexto diferente. La escuela primaria no era su casa. Cada vez que terminaba sus clases, alguno de sus familiares estaba esperando afuera para llevarle a casa.  El comportamiento de aquel niño era muy diferente, porque en estos momentos sí hablaba, sonreía, jugaba e incluso se atrevía a hacer berrinches y pataletas. Es obvio que cuando uno es el centro de la atención hace que los hemisferios se imbriquen para lograr objetivos, incluso aquellos propósitos descabellados.

En su casa era una estrella luminosa, pero en la escuela primaria un miserable sin un pedazo de tierra donde poner sus pies. Así, con todo este abanico de peripecias, había transcurrido tres años. Algunos de sus compañeros habían aprendido a leer antes que él. En el segundo grado, el profesor tenía un método, disque de aprendizaje: salían dos alumnos al frente a leer, cada uno con su libro. Pero lo  curioso era que el alumno que sabía leer le castigaba al que no sabía. Recuerdo que muchas veces, aquel niño que ya tenía seis años, fue castigado. Una vez, le tocó salir al frente con una niña, en aquellos entonces la primera estudiante, a leer. A la gente buena siempre le pasa algo, dicen. La niña sabía leer, él no, entonces, tuvo que ser castigado y probablemente humillado, porque el castigo frente a los demás hace que los otros tomen consciencia de las consecuencias de un error: mira lo que te puede pasar si no sabes leer. En años posteriores, este niño que había crecido sin ser el orgullo del aula, sostuvo una relación amorosa con la niña que en los primeros años le castigaba. Probablemente, era una relación para enseñarle el verdadero amor, sin ofensas, sin castigos, solo a través de besos furtivos e inocentes. Había pasado los tres primeros años de la escuela primaria. Había aprendido a leer un poco, solo le faltaba algunas horas de práctica para leer como aquellos alumnos afortunados, que lograban metas sin mayor esfuerzo.

En la escuela primaria no había libros, salvo uno por cada alumno, del cual leían cada día y que cada familia había comprado haciendo un esfuerzo muy grande. Los libros tenían nombres de personas en diminutivo.  A partir del tercer año, este niño que se fue forjando entre los residuos del pasado y los porvenires halagüeños, empezó a entrar en contacto con muchos libros en su propia casa. Es necesario decir, que esta situación es un caso insólito, porque en aquel pueblo que martillea los recuerdos, casi nadie tenía libros en su casa, porque la vida no se encuentra sino en la experiencia. Aún no se sabe cómo esta familia adquirió tantos libros con diferentes temas. Es aquí donde la historia se empieza a escribir como una nueva posibilidad y trata de alejarse de los escombros del pasado para involucrarse en un viaje permeable que permita satisfacer necesidades insatisfechas. Los libros empezaron a ser besos entre desconocidos, filtrando la angustia y el nerviosismo de un niño que crece como una reacción creativa. Vivía cada día con sus libros. No solo aprendió a leer sino también a leer lo que leía. Las hostilidades de la vida empezaban a rendirse y los enemigos se convertían en ángeles custodios. Las vacaciones de fin de año habían pasado como una ráfaga y los miedos internos se habían evaporado, sin embargo, el ambiente seguía siendo amenazador.

El cuarto grado de primaria había llegado. Ya tenía ocho años. Este año fue muy diferente a los anteriores y probablemente escribió un destino lleno de sueños, de algarabías y de satisfacción. Como un milagro providencial y si como una luz divina hubiese posado sobre él, empezó a jugar con sus compañeros, especialmente, en el recreo. No había espacio para el castigo por errores académicos, porque solo en unos meses había adquirido muchos más que sus compañeros. Empezaba a ser un alumno sobresaliente.
La realidad está en constante movimiento  y por eso el hombre tiene que inventar diferentes estrategias para transformar este mundo,  a veces, escalofriante. Justo cuando intentaba ser el compañero, se encontró con otra dificultad: mientras jugaban, sus compañeros le pegaban cada vez que querían y lo hacían, porque físicamente eran mucho más fuertes y daba la impresión que ellos estaban acostumbrados al dolor. Se caían y no lloraban, necesitaban algo y lo conseguían peleando, mientras que este niño, que ya tenía ocho años de angustia, no conocía el dolor, lloraba por cualquier cosa, se le iba la pelota de fútbol  a una acequia e inmediatamente lloraba, le quitaban la pelota a través de una jugada inteligente y lloraba, entonces, se entiende que cada vez que le pegaban lloraba desconsoladamente. Sus compañeros peleaban como si en su casa hubiesen sido entrenados para tal tarea, mientras que él no sabía pelear. Era necesario entonces, inventar un mecanismo de sobrevivencia también violento y agresivo, probablemente, mucho más destructivo que los golpes físicos: agresión verbal. Este niño aprendió a defenderse verbalmente y no exagero si digo que fue un invento mortífero que fue matando toda acción virulenta en su contra. Nadie se atrevía a meterse con él, sus palabras eran tan fuertes y agresivas que sus compañeros corrían como potrillos en busca de su madre. Una estrategia fenomenal que perduró por muchos años, incluso hasta terminar la secundaria.

El cuarto grado de primaria estaba a punto de terminar, pero él ya no era el mismo, se había embarcado en un viaje promisorio e iba haciendo de cada espacio una representación singular de su familia, de su hogar. Empezaba a sentir el cuidado y el cariño de sus padres y de sus hermanas en diferentes espacios en los que se desenvolvía. Los mundos, no solo familiar, también empezaban a engreírle y consentirle. Vivía consentido y con sentido. En este año, su papá le compuso un poema, aprendió el poema y lo declamó en una actividad de fin de año. Lo hizo muy bien y desde aquel momento empezó a declamar poemas como si hubiese nacido condenado a ser libre a través de los versos. El año escolar parpadeaba como si tuviese sueño. Unas semanas antes de culminar el año, se enteró que había logrado ocupar el tercer lugar en cuanto a rendimiento académico se refiere. El vientre de un destino benevolente empezaba a abrirse. Desde aquel entonces, empezó a ser el centro de atención de cuantos se cruzaban por su camino. Los profesores le llamaban por su nombre, le invitaban a tomar desayuno con ellos, le compraban regalos, le abrazaban, le visitaban a su casa y hablaban de él como si la existencia de otras personas fuese una ilusión o una parodia vaga de la vida real. Los padres de familia, la gente del pueblo hablaban de él como si un profeta de Dios hubiese visitado a su pueblo. Sin una sombra de dudas puedo decir que era y sigue siendo el hijo más querido de aquel terruño querido.
En los años posteriores de primaria, siempre logró ocupar  el primer lugar. Los dioses le sonreían a cada instante. Definitivamente, nadie podrá vilipendiar aquella infancia teñida de augustos augurios. Terminó la primaria entre cantos angelicales. La vida fluía como un riachuelo fresco y nítido, la vida parecía sentarse en la cúspide la felicidad y el mundo se despojaba de sus abrigos para cobijar a un niño que dejaba de ser niño. La familia, el hogar, la casa gozaban de su ubicuidad.

Los pasos en la vida son necesarios. La secundaria esperaba con sus entrañas listas para proteger al hombre. Los porvenires  sonrían con una felicidad inefable y envidiable, porque todas las hostilidades y las agresiones del destino se habían disipado, entonces, el viaje era un espacio amplio y limpio desde donde se podía voltear a mirar aquellos seres inermes e inertes, testigos de su propia desgracia, y al mismo tiempo, soltar carcajadas al ritmo de una vida laudable e iridiscente. La secundaria era un espacio nuevo, sin embargo, no se presentaba como una situación extraña, porque todo lo que había pasado durante los años de primaria hacía sentir su eco en las paredes de aquel recinto donde la desesperanza se convierte en una mañana diáfana, entonces, la secundaria no era un paso más sino el pedestal de una vida que había empezado  a ser lo mejor posible.

Tenía once años cuando inició el primer grado de la secundaria. Después de unos meses cumplió doce años. Ya era un adolescente, la niñez se había disipado. Todo era fácil, pero muchas veces, cuando la vida fluye con una facilidad inenarrable produce miedo y desesperación. Dicen que cuando las cosas funcionan muy bien es que no funcionan. Necesitaría tal vez una vida entera si me dedico a contar todos los acontecimientos que fueron erigiendo si se puede decir la autoestima y el autoconcepto de una adolescente en busca no de la vida, sino de vida dentro de la vida. Por eso me limitaré a describir aquellos momentos de una manera general, porque también es necesario decir que estas líneas son una cartografía más no la superficie de lo realmente real. Los cinco años  de secundaria fueron una exageración positiva de lo que significaba convivir con un adolescente sin tener presente la presencia de los otros. Todos los años ocupó el primer lugar y no solo se hacía acreedor de un diploma por año, sino de muchos más, porque algunos profesores le otorgaban distinciones por participar en el salón, por declamar poemas, por su buen comportamiento, por las preguntas que construía en el aula, por participar en las actividades culturales, solo faltaba un diploma por haber nacido y vivir o tal vez por sonreír. Los cinco eslabones adquirieron este matiz y las distinciones se convertían cada día en un dogma, en una tradición, en una doctrina. Los otros se habían convertido en espectadores silenciosos de un espectáculo espectacular que tenía como fuegos artificiales al egoísmo, egocentrismo, narcisismo, vestidos con la frivolidad de lo irreal.  No se puede construir a una persona un espacio más loable y plausible que el descrito anteriormente. Los profesores habían construido estas situaciones. La mayoría de ellos defendía a aquel adolescente fehacientemente. Recuerdo aquellos momentos en que algunos de los profesores protagonizaban, entre ellos, largas discusiones para defender a aquel adolescente que ya no vivía en la realidad. Él era el buen estudiante, el buen alumno, pero casi  nunca llegó a ser el compañero. Era lo mejor que le había pasado a aquel colegio secundario. Su familia se sentía orgullosa.  Era el hombre ideal, la representación de una sociedad sin preocupaciones, que duerme tranquila y en la que todos se aman. Había pasado más de cuatro años de secundaria. Aquel adolescente bonachón, cursaba el quinto y último año, Pero algo había empezado a cambiar no en el ambiente externo, sino en el mundo interno de aquel adolescente que no conocía otras posibilidades de vida. Vivió, tal vez encapsulado con lo irreal, con lo efímero, con lo frívolo, con lo convencional, con la ilusión, con la superficialidad. Este año, el último de secundaria, era diferente en contraposición a aquellas maravillas faraónicas de los años pasados. Las preguntas por el sentido del sin sentido nacieron y empezaron a caminar. Era una paradoja que un adolescente rodeado de tesoros y piedras preciosas se pregunte por el sentido de lo maravilloso, de la felicidad, de lo perfecto, de lo que funciona impecablemente. Los cuatro años anteriores habían sido un oasis y de pronto se convirtieron en un desierto por el que caminaba un peregrino sediento. Algo había cambiado.
La verdadera vida empezaba a vivir una vida vivificante. Nacieron las preguntas, las interrogantes, las dudas, las bifurcaciones, los vacíos, los pensamientos sobre el  pensamiento, las reflexiones sobre lo vivido y las sensaciones de que tal vez nada tiene sentido. ¿De qué sirve ser el mejor estudiante si uno se siente miserable? ¿Tiene sentido recibir un millón de premios y diplomas si se vive condenado a ser un miserable que se ufana de su mísera vida? ¿Tiene sentido encontrar la panacea sin ser consciente de la inconsciencia? ¿A quién le importa mi vida sin la vida de los demás? ¿Tiene sentido ser el hombre ideal sin ser un ideal para uno mismo? ¿Tiene sentido vivir en un mundo al que los otros no pueden acceder? ¿Tiene sentido diferenciarse individualmente minimizando la diferenciación de los demás? ¿Tiene sentido construir una identidad cuando los otros son excluidos, marginados e ignorados? ¡Pobre miserable! ¡Pobre insecto! ¡Viviste más de quince años en una ilusión, en un mundo inexistente,  creado por otros solo para hacerte sentir que eras lo que nunca fuiste! ¡Hoy tienes que luchar no con palabras, ni con los demás, sino con la realidad endemoniada, porque nunca le pagaste lo que te prestó! ¡Pelea con ella y veremos si la puedes vencer!
Todo este abanico de situaciones se fue convirtiendo en un laberinto sin salida en un mundo que ruge como una bestia salvaje o como un animal hambriento dispuesto a hacer cualquier cosa para devorar su presa. La vida maravillosa se había disipado.
Si no existen salidas tenemos que inventarlas. Aquel adolescente que había crecido hipnotizado por el mundo, pensó en la estrategia que había creado para vencer las hostilidades en los primeros años de primaria, entonces, como una  emanación divina, apareció en su mente una solución tal vez demente. Inmediatamente, se percató que no podía luchar con la realidad, porque no había sido preparado para enfrentarse a la incomodidad de lo real. Se encontraba abatido por un dilema existencial. ¿Tiene sentido vivir sin vida? Se preguntaba. El año escolar había transcurrido casi la mitad.
Era un día soleado, los rayos del sol sonreían a todas las vidas menos la vida de aquel adolescente que la noche anterior se había dormido pensando en la solución o en cómo deshacerse de la realidad. Eran cerca de las ocho de la mañana, la angustia y la desesperación martilleaban el alma de aquel adolescente pensativo. Salió de su casa tratando de sentirse seguro frente a los demás, llevaba sus cuadernos en la mano  y caminaba como si tuviese miedo de dar los siguientes pasos. Miraba a las piedras del camino cuidadosamente, a veces daba pasos cortos, otras veces pasos largos. En el trayecto se encontró con muchos de sus compañeros, pero no se atrevió a decirles ni siquiera una palabra. Siguió caminando  y después de unos quince minutos llegó a su colegio secundario. Miraba vaga y cursivamente. Todo le incomodaba, la voz de los compañeros, la voz de los profesores e incluso el canto amable de algunos pájaros que cantaban la alegría de la vida. Pero ponerse pensativo, nostálgico e ignorar la realidad no soluciona nada, al contrario, nutre la virulencia de la realidad, entonces, uno se vuelve más débil y adquiere menos fuerzas y creatividad para enfrentarse a aquel monstruo beligerante y real. ¿Cuál era la verdadera solución? Sin duda alguna, estos comportamientos significaban simplemente el preludio del final o del inicio de una vida que puede renacer o esfumarse entre los dedos de unas manos que tiemblan porque tienen miedo de vivir.

En el patio donde los alumnos, cada mañana, formaban filas y columnas, todo parecía opacado, una neblina espesa se movía frente a sus ojos. No sonrió en ningún momento. Un profesor hablaba frente a los alumnos, pero el adolescente que había empezado a conquistar su propio destino, no prestó atención a ninguna palabra. Todos se convirtieron, en unos pocos días, en seres lejanos y extraños sin ningún vínculo. Era una consecuencia casi lógica, porque cuando uno se tiene que alejar de los otros busca formas para disminuir la intensidad de una despedida latente e inmanente. Tal vez tenía la mente ofuscada, porque una cantidad considerable de ideas rondaban como ladrones buscando atrapar  un tesoro para deshacerse de él. Demasiadas ideas para dibujar un destino. Aquel adolescente, hace unos años, incólume, hoy pusilánime, estaba llegando al pináculo de su libertad: vivir condenado a sus convicciones para ser libre. Un abanico de ideas se yuxtaponían para izar  una idea, la más garbosa de la vida: decirle no a la realidad. Es curioso, porque no eran reflexiones, tampoco razonamientos ni mucho menos pensamientos, porque para que esto se produzca se necesita tranquilidad, lucidez y creatividad. Un ejemplo evidente de la irreflexión era la situación de su familia. No pensaba en ellos, casi no los recordaba, porque tal vez la ceguera era tan ciega y dolorosa que no permitía pensar en aquellos seres a los que un día amó inconmensurablemente. Ya se había despedido de ellos, sin embargo, estos celebraban cada día la llegada de una vida que había transcurrido cerca de 16 años.
Después de unos minutos de estar en el patio del colegio secundario, en realidad en el patio de un corazón que no tenía suficiente sangre, el profesor dijo que podían pasar a sus aulas de manera ordenada. Todos los alumnos acataron la orden silenciosamente. Aquel adolescente que ya no recordaba ningún tipo de trayecto, llegó al salón, se sentó sobre una carpeta casi destartalada, mientras otros buscaban un lugar mucho más digno donde sentarse. Todos estaban sentados en sus respectivos lugares y simultáneamente unos hablaban  acerca de sus sueños y de sus proyectos, de lo que querían ser en el futuro. Aquel adolescente embriagado por la vida solo contemplaba en el bullicio de su corazón un solo sueño: dormir tranquilo. Después de unos minutos, el profesor llegó al salón, pasó lista y mientras todos se ordenaban para escuchar la clase, aquel adolescente inmiscuido en su propia maraña pensaba que ese día sería la última vez que su nombre era leído desde una lista de seres que creen en la vida porque no la entienden. Se encontraba medianamente inclinado, con los con los codos sobre la carpeta y las manos en la boca con los dedos entre cruzados. La solución ya rozaba su piel. Habían pasado algunas horas de clase, pero nadie se percataba de la soledad sepulcral de aquel adolescente empedernido. El profesor, casi como todos, estaba interesado en ser interesante más no se percataba de lo que pasaba con los alumnos, tal vez porque era algo que no le incumbe.
 Habían pasado algunas horas de clase, sin embargo, el tiempo transcurría lentamente. Debe haber pasado algo más por la cabeza de aquel adolescente adolorido, pero solo él lo sabe, porque incluso las cercanías íntimas no son suficientes para saber lo que realmente pasa en la mente de un hombre que calla para masticar su silencio.
Todo estaba decidido. La solución sonreía a través de su claridad. Faltaba medía hora para terminar las clases, de pronto aquel adolescente que había estado callado sonrió y volvió a aquella situación prístina de su vida: deslumbrante, bonachón, provocador. Empezó a hablar y a mirar a todos con gran satisfacción. Era un momento fervoroso, de íntima cercanía. Tal vez nunca antes se le había visto, a aquel adolescente, tan cómodo, contento haciendo prevalecer su gallardía. Su cara reflejaba las sonrisas de los dioses, su cuerpo parecía estar dotado de una vitalidad sempiterna. Definitivamente, era el hombre ideal.
Terminaron las clases, cogió sus cuadernos en los que ya no se podía escribir ni siquiera una palabra. Salió del salón trotando,  porque un trago de transformación esperaba con ansias. Trotaba por el camino como si una trompeta de salvación se escuchase en algún horizonte. ¿A dónde se dirigía? A su casa. ¿Tenía hambre?  Probablemente, nunca pudo saciarse con los manjares de la vida. Llegó a un determinado punto del camino y empezó a correr, era extraño, porque había empezado a hacerlo justo donde empieza la subida. En el camino no se percató de nadie. Corrió por aquella subida, mientras el sudor de su cuerpo se evaporaba dando también los últimos suspiros, no sé si de vida o de muerte. Fueron cinco violentos minutos. Normalmente, del colegio secundario a su casa toma un tiempo de quince o veinte minutos. Estaba muy cerca a su casa, la solución ya rozaba sus labios. Llegó al patio de su casa, tiró sus cuadernos en el piso, uno de ellos quedó con las hojas abiertas. Se dirigió a la puerta, la abrió violentamente y el bendito remedio estaba frente a él. Se dirigió hacia el  sin pensarlo, estiró la mano y justo cuando la yema de sus dedos tocaron el frasco su brazo se inmovilizó como si  alguna energía providencial y mágica hubiese posado sobre él. Fueron cinco segundos en los que aquel brazo se paralizó. De pronto, como si alguien manejase el control del brazo, este cayó con una languidez notable y golpeó una parte de su cadera derecha. De pronto, unas lágrimas tristes se deslizaron por sus mejillas, fijando su mirada en aquel veneno mortal. Se cogió la cara con las dos manos y llorando como un niño que busca abrigo salió al patio y lloró como si los dioses hubiesen claudicado.
Hoy, aquel hombre que ya ha dejado de ser un adolescente cumple treinta años.

Todo es un instante.

Comments