LA SOLEDAD ES UN HOMBRE

SOLO CON LA SOLEDAD
Ayer fue un día soleado, los rayos del sol se despertaron temprano e iluminaron este pedazo de tierra de una manera calurosa y sofocante. A veces, parece ser que las iluminaciones no siempre son placenteras, o tal vez, el alma de los seres humanos no  se percata de la claridad del día. Fuera como fuese, estoy seguro que, muchas veces, la presencia de demasiada claridad obnubila la mente de los individuos, por eso creo que es necesario aprender a caminar en la oscuridad, porque es allá donde se descubre lo desconocido, lo incierto, lo esencial y lo que no es visible a los ojos del hombre. No me gusta la claridad que viene de afuera, prefiero salir de lo oscuro con una antorcha construida por mí mismo y así iluminar el  viaje a mí mismo. La luz no sabe que nos alumbra, en cambio nosotros sabemos que construimos luces para alumbrarnos.
Cada vez que escribo hago uso de pretextos, tanto externos como internos, tal vez ,para ajustar el engranaje de estos dos mundos que ,a veces, se encuentran dislocados, insertos dentro de una dicotomía sepulcral. Pero lo más interesante de este abanico de particularidades es descubrir las profundidades de mis emociones, de mis ideas y de mis pensamientos, que al final me redactan una carta sublime con rubíes y pétalos de rosa  diciéndome que soy yo. En las siguientes líneas, describiré una experiencia que tuve ayer. Muchos de ustedes pueden decir que a nadie le importa saber mis vicisitudes u odiseas emocionales, pero es precisamente por eso que me gusta escribir, para contar mi vida, para verbalizarla  y quien sabe puedo convertir estas líneas en un arte terapéutico. No escribo cuando me siento bien, lo hago cada vez que me encuentro con aquellas dimensiones miserables de mí mismo o cada vez que me siento huérfano o cada vez que no escucho una palabra que me dice que todo estará bien o en aquellos momentos en los que la soledad martillea mi alma sin compasión. Al final, esto también significa sentirse bien.
Ayer me extrajeron un diente.  El proceso de extracción duró tres horas, fue tedioso, cansado y doloroso. Salí de mi casa, contento, satisfecho e iluminado por la claridad del día y por mis pensamientos optimistas y llenos de esperanza, los cuales, muchas veces, son una manera de disponerme a no sentir el dolor o para mentalizarme y pensar que todo estará bien. Es una respuesta casi automática para disminuir mi inseguridad, mi nerviosismo y para preparar mi cuerpo a afrontar una situación que puede ser  peligrosa como mis ideas mismas. Eran las dos de la tarde, mi cita era a las cuatro del mismo día, la extracción se iba a llevar a cabo a las cinco y media, pero tenía que llegar antes, porque necesitaban inyectarme algunos medicamentos contra el dolor. Todo pasó como había sido previsto, excepto algunos cambios en mi estado anímico, que obviamente, son incontrolables desde lo externo. Usualmente, las inyecciones me producen  nerviosismo e incertidumbre, pero en aquel momento, fue diferente, porque estuve tranquilo y cuando la doctora me dijo que va a doler un poco, la inyección había terminado. ¡Qué alivio!!! El primer paso se había esfumado como se esfuma el silencio  cuando pensamos en él. Me encontraba sentado en un sofá, se supone descansando, pero el alma y el cuerpo no descansan sentados sino oteando con algarabía, con seguridad, afecto y cariño. Estos dos no descansan mientras no sientan que una mano acaricia su rostro o que una voz dice: yo estoy contigo. El alma y el cuerpo no descansan en un sofá, sino en un altar de contactos afectivos diseñado por ellos mismos. Después de unos minutos de angustia llegó el cirujano, nos saludamos con un apretón de manos y mi nerviosismo se incrementaba exponencialmente. Me dijeron que esperara un momento y yo pretendiendo estar bien les dije que se tomaran su tiempo. Es una lucha entre la inmediatez y la postergación. Mi nerviosismo me empuja a lo inmediato, pero saber lo que se tiene que afrontar me invita a dejar que los minutos sigan fluyendo. El momento había llegado, la doctora con una voz aguda y optimista me invito a pasar a la sala donde iban a extraer mi diente. Póngase cómodo me dijeron, yo con una voz mentirosa le dije: gracias. Me eché, me colocaron una servilleta en el pecho y de pronto mi pensamiento catastrófico me incito a pensar que lo peor estaba en camino y era cierto. Te vamos a anestesiar me dijeron, mientras yo empezaba a temblar y sudar. Era una anestesia local. De pronto se adormeció una parte de mi cara y con una voz jovial y satisfecha me preguntaron si la anestesia había hecho efecto. Yo con una voz desnutrida les dije que sí. Me dejaron disque descansar unos cinco minutos. Luego empezaron a abrir mi encía para divisar el diente que se encontraba incrustado dentro. No sentía dolor físico, pero después de unos minutos sentí cansancio y fastidio. Se tomaron tres horas para extraerme un diente. Yo cansado y aturdido pensaba en todas las posibilidades, tenía ganas de preguntarles si eran profesionales o no, quería preguntarles si alguna vez habían extraído un diente o si en todo caso sabían lo que hacían. Ellos tenían la culpa de mi incomodidad. Después de unas largas y pesadas horas me dijeron que habían extraído el diente. En aquel preciso momento me sentí mucho más tranquilo y pensé que todo había terminado sin  percatarme que existen otros dolores que son mucho más dolorosos que los físicos.
Me enjuagué la boca, me cosieron la encía, me puse de pie para seguir caminando y para vislumbrar nuevos horizontes. La doctora me recetó medicina, disque para el dolor, la entiendo, porque ella no sabe que para mí los dolores más dolorosos son los internos, aquellos que me encaminan a percibir mi desnudez, mi orfandad y la crueldad de un mundo que se yergue insolente, devastador e hiriente. Esta es la medicina me dijo la dentista (doctora), la miré y con una voz cansada le dije: muchas gracias, estaremos en contacto.
Tenía que caminar algunos metros para llegar a la pista y tomar el bus o taxi, en este caso fue taxi. Unos minutos antes había decidido ir a Mega plaza (un centro comercial en el cono norte de Lima) a comprar toda la medicina recetada. Fue algo extraño, porque una vez sentado en el taxi, mis lágrimas empezaron a caer tristes y angustiadas, sin embargo eran las únicas gotas que acariciaban mi rostro. ¿Qué me pasa? Me dije a mí mismo. Empecé a pensar en mi familia,  en mis amigos, en el mundo, en la realidad, en las inmensidades y en la miserias, en las indigencias y en las opulencias, en el cielo y en la tierra, en lo que soy y lo que no soy, en aquellos días en los que me sentía afortunado y en otros días en los que me sentía miserable. Ayer lloré y mucho, tuve miedo pero no vergüenza. Mis lágrimas, mis suspiros evidenciaban mi dolor, mi sufrimiento. Entonces, el chofer del taxi se percató de aquel momento y con una voz apagada me dijo: ¿le pasa algo joven? Yo con una voz solloza le dije: no sé, me siento solo, impotente, pero no pasa nada, gracias por tu preocupación. Llegué a Mega plaza y con un ánimo envenenado compré la medicina. Caminé llorando. Salí de dicho centro comercial y tomé otro taxi. Mi llanto se hacía cada vez más fuerte. Ayer me sentí muy solo, como nunca, me sentí  como un pájaro perdido en un desierto buscando un bosque exuberante donde elevar su canto. Ayer me sentí huérfano, sin atención, sin cariño, sin afecto. Necesitaba una voz que cure mis heridas, una caricia que limpie mi rostro, una mano en el hombro que me dijera que no estoy solo, una palmada que me llamé a purificarme con fuego. Aún tengo la cara hinchada, sin dolor, pero duele recordar que mi alma ayer se hacía jirones, me duele recordar que ayer mi alma no tenía nombre y se convirtió en un individuo mudo y pobre que no habla solo escucha los golpes de la soledad y del sin sentido.
Ayer me sentí solo, tan solo, sin compañía, solo con el cálido abrigo de mis lágrimas. Ayer me confronté conmigo mismo, con aquello que no duele sino que trae el dolor  como los sonidos de las campanas que dejan su eco en el más allá.
No escribo estas líneas para que me compadezcan, no estoy buscando atención, solo trato de verbalizar lo que llevo dentro. Yo sé que ayer no fue el fin del mundo sino, tal vez, una melodía para un alma que busca y que no le tiene miedo a lo desconocido,  porque los llantos son llantos cuando fluyen y  en el momento en que estos se esfuman, porque saben que han curado heridas. Muchas veces, la soledad es un hombre sin piedad, sin sentimientos, que trata de prescindir de los demás y que le fascina jugar con las ideas, los pensamientos y lo sentimientos. Le comenté a una amiga que a menudo me siento solo y ella me dijo eso pasa porque yo creo que no necesito a los demás, pero pienso que es todo lo contrario, experimento estas emociones, porque creo que he empezado a necesitar a los otros demasiado.

Acabo de escribir estas líneas y me siento liberado, parece que el fuego del dolor me ha purificado o al menos ha servido como un espejo para mirarme y lo más satisfactorio es que este espejo sigue intacto. Cada vez que lo necesite estará allí en las paredes de mi alma. Me miraré sin miedo y tal vez en preciso momento que vea que aún soy yo, el espejo se romperá porque ya no hará falta, no habrá qué mirar.

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